Que la condición de fuente de derechos y obligaciones en el
contexto de la relación laboral pertenece a todo convenio colectivo, al margen
de su ámbito, función, cauce de elaboración o concreta denominación es, así pues,
una afirmación que encaja perfectamente en el diseño formal de nuestro sistema de
negociación colectiva: la generalidad con que se pronuncia la Constitución al
reconocer ese derecho y exigir a la ley que garantice debidamente la fuerza vinculante
del convenio colectivo debe ser predicada también del artículo 3.1.b) ET, que
estaría referido a todo producto de la negociación colectiva. Esa dimensión
general es comprensiva, desde luego, de los convenios estatutarios, pero
también lo debe ser de los acuerdos y convenios colectivos que se celebren al
margen del Título III del ET, siempre, lógicamente, que no se limiten al
establecimiento de compromisos u obligaciones entre las partes firmantes, ya
que en tal caso ellos mismos renunciarían a proyectarse sobre el ámbito de las
relaciones individuales de trabajo. Dejando al margen este otro tipo de pactos,
que por definición quedan fuera de nuestro objeto de estudio (con independencia
de que también sean emanación del derecho a la negociación colectiva, o incluso
del derecho a la libertad sindical), lo cierto es que la vinculación el
artículo 3.1.b) ET al sistema general trazado por el artículo 37.1 CE tampoco
resuelve el problema de fondo, que se sitúa más bien, como es fácil de imaginar,
en el te rreno de la producción de efectos por parte del convenio. ¿Cómo puede
o debe llegar al ámbito de la relación laboral lo acordado en ese otro plano
colectivo? La respuesta a este dilema se ha buscado, como es suficientemente
sabido, a través de diferentes caminos, de variadas instituciones y de
múltiples operaciones interpretativas (como tendremos oportunidad de reiterar),
aunque no parece haber encontrado aún un sostén definitivo. Tal vez, por ello
mismo, valga la pena volver al instituto de la representación (a la
representación de intereses, si se quiere), puesto que en definitiva estamos hablando
de actividades promovidas o gestionadas por representaciones profesionales en
interés de sus miembros o representados. Desde este particular punto de vista,
y como punto de partida, habría que decir que los efectos propios de la
regulación alcanzada en el plano colectivo tan sólo podrán desplegarse sobre
aquellos trabajadores y empresarios respecto de los que se acredite o pudiera acreditarse
una relación de representación (una vinculación fehaciente o «bastante», si se
quiere ver así) con quienes negocian el correspondiente acuerdo o convenio
colectivo; condición necesaria para la aplicación del convenio será, por
consiguiente, el estar representado en la pertinente mesa de negociaciones. Sobre
esta idea inicial podrán introducirse todas las precisiones, modulaciones, salvedades o incluso extensiones que se
estimen necesarias (por el propio legislador o por el intérprete de la norma);
también podrá valorarse dicha representación desde distintos esquemas o
categorías jurídicas. Pero siempre habrá que arrancar de algún vínculo de representación,
como por lo demás se desprende, con más o menos nitidez, de los pasajes legales
que de forma explícita, y aunque sea con un radio de acción parcial o
incompleto, se pronuncian sobre la naturaleza y eficacia del convenio
colectivo. Naturalmente, en el contexto de la negociación colectiva (como en
tantos otros ámbitos de la realidad social) puede hablarse hipótesis de
distintos tipos de representación, cuyo uso efectivo por parte de un
determinado sistema legal suele depender
de circunstancias variadas, especialmente de su tradición, de su evolución
histórica o del grado de incidencia de la ley en el ámbito de las relaciones de
trabajo. Básicamente, cabe hablar, en todo caso, de una representación
voluntaria, que suele mantenerse intramuros de la correspondiente relación
privada, y de una representación ex lege, que normalmente adquiere una
dimensión institucional o cuasi pública, en la medida en que trata de atender
intereses que se consideran de relieve público. El sistema español, ya sea por
su particular proceso de formación, ya sea por su acreditada querencia hacia los
moldes corporativos y los soportes de tipo público, ha mostrado una clara
preferencia por ese segundo tipo de representación, y buena prueba de ello es
el proceso de negociación colectiva expresamente regulado por la legislación actual,
esto es, el proceso que da lugar a los llamados convenios colectivos
estatutarios, que se asienta claramente sobre los soportes de la representación
legal o institucional. Tal representación, desde luego, adopta por lo general
unos tonos un tanto oscurecidos, entre otras cosas porque se asienta sobre fórmulas
mediatas o indirectas, que utilizan por lo general la pantalla de la
representatividad y que, además, varían parcialmente en función del ámbito del
convenio, del papel que el convenio pretende desempeñar, o incluso del lado de
que se trate en la correspondiente mesa negociadora (empresarios o
trabajadores). Si damos un repaso al artículo 87 ET (siempre en conjunción con
otros preceptos estatutarios, como el art. 88 ET y, en alguna medida, los arts.
83 y 84 ET) podemos comprobar, en efecto, que las condiciones de legitimación
para negociar este tipo de convenios se formulan de manera distinta para los
convenios de empresa que para los de ámbito supraempresarial, al mismo tiempo
que se introducen algunas reglas particulares para la negociación de ciertos
tipos convencionales, como los convenios franja (art. 87.1 ET), los acuerdos
interprofesionales y los acuerdos sobre materias concretas (art. 83.2 y 3 ET),
o, en fin, los convenios que podríamos llamar «concurrentes» (art. 84 ET). En todos
esos casos, no obstante, la negociación colectiva (la negociación
«estatutaria», se reitera) tiene su más firme basamento en la representación conferida
por la ley a los sujetos negociadores (si dejamos a un lado, obviamente, la
hipótesis del empresario que negocia su propio convenio de empresa, en la que
por definición sobra esta clase de utillaje).
Tal representación se define y valora, a fin de cuentas, a partir de dos
indicadores de base, de los que se extrae el correspondiente grado de
representatividad: el voto de los trabajadores por el lado del «banco social»,
y el número de afiliados (con algún matiz añadido) por el lado de los
empresarios (lo cual, por cierto, introduce una especie de cuña desde los
moldes propios de la representación voluntaria). Con este punto de partida, la
representación se va construyendo en fases sucesivas, mediante la exigencia
inicial de un cierto nivel de representatividad, aplicable a las organizaciones
interesadas en concurrir a la negociación (que actúa como presupuesto de legitimación
para negociar), y la imposición añadida del requisito de mayoría para la válida
constitución de la correspondiente comisión negociadora (mayoría que se da por
alcanzada, lógicamente, cuando la negociación la asume un sujeto que por su
carácter unitario, como el comité de empresa, o por haber recibido un mandato
del conjunto de los trabajadores afectados, como puede ocurrir con una o varias
organizaciones sindicales «de franja», ya ostenta la representación legal del
conjunto de los trabajadores comprendidos en la pertinente unidad negociadora).
Puesta en marcha esta compleja estructura, el voto mayoritario para la toma de
acuerdos válidos actúa como cláusula de cierre del sistema, garantizando a la
postre que el resultado de la negociación se sostenga, a través de toda esa maquinaria, sobre una
representación que alcanza al conjunto de los sujetos afectados (trabajadores y
empresarios) y que se caracteriza, no sólo por su distanciamiento de la técnica
de apoderamiento típica de las relaciones privadas, sino también por sus especiales
efectos. Ciertamente, todo ese conjunto de exigencias y operaciones legales
(que se completan con otra buena serie de trámites de tipo formal y
procedimental, como la publicación oficial y el registro del convenio) se
justifica por la consabida pretensión del legislador de dar vida a una
convención colectiva capaz de desempeñar con solvencia el papel de «ley de la profesión»41.
A nadie se le escapa, por decirlo de otro modo, que el objetivo último de este sistema
legal no es otro que la configuración expresa del convenio colectivo como
auténtica norma sectorial, con la eficacia general que suele acompañar a los
productos estrictamente normativos, e incluso con la condición de fuente del
Derecho42. Al ser norma sin discusión alguna (el art. 82.3 ET es
suficientemente explícito en ese sentido, por lo que no es necesario echar mano
a estos efectos de los habituales criterios de auxilio interpretativo, ni
siquiera de los antecedentes legislativos), es claro que tal convenio colectivo
deja caer sus efectos de manera automática, imperativa e inderogable sobre la
«población» afectada, sin que resulte necesario un acto formal de incorporación
de esas reglas pactadas al contrato de trabajo, y sin que su puesta en marcha
efectiva dependa de la voluntad de trabajadores o empresarios; tampoco tiene
aquí trascendencia alguna la vinculación formal de esos sujetos (a través de la
afiliación, por ejemplo) a las organizaciones firmantes, en tanto que la ley ha
optado por prescindir de raíz de los mecanismos típicos de la representación
voluntaria. La eficacia o manera de regir de estos convenios es patente: aunque
sometidos a los «mínimos de derecho necesario» (legales o reglamentarios, dicho
sea de paso), según dispone el artículo 3.3 ET, no pueden ser objeto de
disposición por parte del trabajador (salvo en lo que declare disponible el
propio convenio), conforme al artículo 3.5 ET43, y tampoco pueden serlo a
través de pacto en contrato de trabajo (como cabe deducir del art. 3.1.c) ET).
Podrá discutirse, desde el punto de vista de la «política del derecho» (o en
sede delege ferenda), si la opción normativa es la mejor o la más
conveniente44, pero no parece que puedan deducirse conclusiones distintas a
partir de una redacción legal tan clara y decidida.
* Vid. M. ALONSO
OLEA, Las fuentes del Derecho, en especial del Derecho del
Trabajo según la Constitución, Civitas, Madrid, pp. 121 ss.
* Vid. F. DURÁN LÓPEZ, Una visión liberal de las relaciones laborales,
Universidad de Córdoba, 2006, especialmente pp. 131 a 145.
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