De cualquier modo, la reflexión sobre el tipo de convenio
colectivo que actúa o puede actuar como fuente de la relación laboral
inevitablemente se da de bruces con un problema añadido, que no es otro que el
relativo a la naturaleza jurídica y a la manera de regir de la convención
colectiva. Nada se descubre, ni en el terreno de los hechos ni en el de las declaraciones
dogmáticas, si se toma como obligado punto de partida, incluso como si fuera un
axioma, la doble dimensión del acuerdo o convenio colectivo, que nace
necesariamente de un proceso de negociación o contratación entre las partes
contendientes (no cabe hablar de convenio colectivo cuando nace de una
estructura pública o corporativa, al menos en puridad de términos), y que busca,
por definición, proyectar sus efectos sobre las relaciones de trabajo
comprendidas en su ámbito de aplicación, más allá, por lo tanto, de la estricta
relación entre los sujetos firmantes10. Aunque el convenio pueda servir también
para ordenar esa otra relación de «superestructura» (por ejemplo, a través de
las llamadas cláusulas obligacionales), no cabe duda de que perdería toda su
razón de ser, y hasta su misma esencia, si no estuviera encaminado, a fin de
cuentas, a proporcionar reglas para los contratos de trabajo existentes en su
ámbito11 (al margen ahora de las dificultades que entraña conseguir tal
objetivo, como enseguida vamos a ver). Por mucho que la frase se haya gastado
por el paso del tiempo, sigue siendo absolutamente cierto aquello de que el
convenio tiene cuerpo de contrato y alma de ley12; dimensión contractual y
dimensión reguladora (¿normativa?) son, en efecto, dos caras consustanciales al
convenio colectivo13. El problema, por ello mismo, tal vez no radique tanto en
su naturaleza (en tanto que pieza jurídica) como en su ficacia (esto es, en su manera de producir
efectos), aunque ambas cualidades caminen de la mano como regla general. En
verdad, es difícil negar aquella doble dimensión del convenio colectivo, en la
que a fin de cuentas se resume su naturaleza jurídica, que no puede ni debe
reducirse ni a su formato contractual ni a su sempiterna vocación normativa14;
bien mirado, tampoco es una cuestión que requiera ahora mayores disquisiciones,
por su claridad y evidencia. Más complicado resulta, sinembargo, construir una
buena senda de tipo jurídico para lograr que ese doble destino del convenio (la
relación entre los sujetos firmantes por un lado, la relación individual de trabajo
por otro) se alcance de modo real y efectivo, y sobre todo que el segundo de
esos planos (el de los contratos de trabajo, para ser más claros) pueda recibir
las reglas pertinentes. En el primero de ellos, al convenio le basta para
llegar a buen puerto con el conocido instrumental del mundo de las obligaciones
y contratos (en el que se contienen, como es sabido, desde las acciones por
incumplimiento hasta las pertinentes cláusulas penales, por citar tan sólo
parte de esa maquinaria), al que habría que sumar, en este terreno más
concreto, los mecanismos de presión y exigencia propios del sistema de
relaciones laborales (acciones de huelga o conflicto, implantación de medios
autónomos para la solución de eventuales problemas, etc.). En el segundo, en
cambio, las cosas son bien distintas, pues se trata, ni más ni menos, que de
llevar una serie de compromisos alcanzados en el plano de una relación colectiva
al ámbito, en principio distante o cuando menos separable, de los contratos
individuales de trabajo15. Conseguir ese objetivo no es nada sencillo, en
efecto. Condición esencial para alcanzar ese resultado es que las cláusulas del
convenio colectivo estén acompañadas de algún instrumento que asegure su
respeto o seguimiento en el seno de los correspondientes contratos de trabajo,
lo cual supone que el convenio debe disponer no sólo de la fuerza vinculante
propia de los negocios bilaterales (que normalmente queda ceñida a las partes firmantes,
como es natural), sino también de una fuerza adicional que le permita extender sus
efectos a la «población» comprendida en su ámbito funcional y territorial de
aplicación (como «ley de la profesión», por utilizar la conocida metáfora, o,
simplemente, como regulación de obligada referencia). Los caminos para llegar
hasta ese punto, que nunca han sido fáciles ni han estado del todo expeditos, han
variado a lo largo de la historia, condicionados casi siempre por la tradición
y por las pautas legales de cada país16. Dejando al margen ahora la
posibilidad, siempre abierta, de que el convenio sea incorporado formalmente al
contenido del contrato (esto es, asumido expresamente por el trabajador y el
empresario afectados), cabe hablar en síntesis de dos grandes procedimientos a
ese respecto: por un lado, el uso de técnicas de derecho común (como el
mandato, la representación voluntaria o la estipulación a favor de tercero),
que habrán de sostenerse a la postre sobre el vínculo de adhesión o afiliación del
individuo a la organización o representación profesional participante en la
mesa de negociaciones; por otro, la intervención directa de la ley, que puede
actuar a su vez de muy diversas maneras y en fases muy distintas del proceso
negociador, pero que al fin y al cabo habrá de contener, para cumplir esa
tarea, alguna previsión de la que se desprenda sin ningún ningún género de
dudas la imperatividad o vinculabilidad del convenio respecto de los contratos
de trabajo.
*Vid. J. RIVERO LAMAS, «Poderes, libertades y derechos en el
contrato de trabajo», REDT, núm. 80 (1997),p. 970.
*Vid. M.F. FERNÁNDEZ LÓPEZ, «El convenio colectivo como
fuente del Derecho tras la reforma de la legislación laboral», Actualidad
Laboral, núm. 7 (1995), p. 110.
*CARNELUTTI , Teoria del regolamento collettivo dei rapporti
di lavoro (Cedam, Padova, 1927).
*Vid. M. ALONSO OLEA, «Introducción: origen,
desenvolvimiento y significado actual del convenio colectivo», Quince lecciones
sobre convenios colectivos, Universidad de Madrid, 1976, pp. 16 ss.
*Vid. O. KAHN-FREUND, Trabajo y Derecho (traducción de J.M.
GALIANA MORENO), MTSS, Madrid, 1988, pp. 219 ss.
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